Violencia política de género y raza

Desde 2014, Brasil ha sido testigo del ascenso de la extrema derecha —antes vista como caricaturesca y aislada en pequeños círculos privados del pensamiento común y reaccionario— que asumió un protagonismo político capaz de presentarse como la “única salida” y con carácter de urgencia frente a la crisis política y económica que atravesamos en el mundo. 

Manifestación

Figuras como Jair Bolsonaro salieron así del círculo folclórico del bajo clero del Congreso Nacional y asumieron un lugar mesiánico para la mayoría de la clase media y de la élite brasileña. Del otro lado, asistimos al mayor revés del campo popular y democrático desde el fin de la dictadura en 1985. Desde las elecciones de 2014, hasta el golpe que resultó en el impeachment de la presidenta Dilma, fue como si estuviéramos inmersos en una “gran noche” —parafraseando a Frantz Fanon— que autorizaba una ola creciente de fascistización reforzada por la misoginia, el racismo y el odio contra el pueblo. Incluso quienes se oponían a ello no lograban vislumbrar una salida. Claro que estas cuestiones ya estaban profundamente enraizadas en la estructura de nuestra sociedad, pero en ese momento se abrieron como una caja de Pandora del fascismo. La percepción de muchos era que estábamos derrotados y condenados a ser gobernados por una ola de extremismo que barría el mundo, sin que pudiéramos hacer nada.

En este contexto, los movimientos feministas asumieron un papel central: era 2018 y miles de mujeres tomaron las calles de cientos de municipios brasileños. Sus consignas eran claras: articulación política amplia. A través de encuentros promovidos por internet, buscaban construir un cordón sanitario en defensa de la democracia: de un lado, Bolsonaro; del otro, todas las personas que se posicionaran en contra de sus ideas autoritarias. El movimiento, conocido popularmente como #EleNão (él no), fue la mayor movilización social de la última década y simbolizó más que una resistencia electoral: representó un hito histórico en la lucha contra la extrema derecha en Brasil. Desde la perspectiva de Achille Mbembe sobre la idea de Fanon, podríamos decir que esta movilización fue un gesto concreto de búsqueda de salida de la “gran noche” que se abatió sobre nosotros después del proceso electoral de 2014 y que paralizó a parte de la izquierda. Las mujeres, así, encontraron un camino posible y un espacio para construir la resistencia.

En vísperas del proceso electoral de 2018, la fuerza política del #EleNão pudo haber sido decisiva para que la fórmula que yo integraba como candidata a la vicepresidencia junto a Fernando Haddad llegara a la segunda vuelta. Ese mismo año se inauguró un ciclo de investigaciones que evidenció la diferencia de comportamiento electoral entre mujeres y hombres. En julio, el 22% de los hombres declaraba espontáneamente votar por Bolsonaro, mientras que sólo el 7% de las mujeres hacía lo mismo. En octubre, otro estudio mostraba que, entre los votantes hombres, Bolsonaro tenía el 37% de intención de voto, mientras que entre las mujeres esa cifra era aproximadamente la mitad: el 21%, lo que lo dejaba en empate técnico con Haddad, quien marcaba el 22%. Esta diferencia se consolidó en 2022, cuando Lula ganó con el 50,9% de los votos válidos, en gran parte gracias al voto femenino. Se estima que el 58% de las mujeres eligió a Lula, mientras que el 52% de los hombres optó por Bolsonaro. Al analizar las intenciones de voto de personas negras y de color, la ventaja de Lula fue aún mayor: 57% contra 35%. Ese protagonismo de las mujeres —especialmente de las mujeres negras— en la lucha contra la extrema derecha no es un detalle, sino una evidencia de que la resistencia femenina, organizada a partir de sus propias experiencias y urgencias, es una fuerza motriz de transformación. El #EleNão, como expresión de esa resistencia, no solo enfrentó las tinieblas autoritarias que amenazaban con devorar la democracia brasileña, sino que también encendió una luz capaz de guiarnos fuera de la “gran noche”, hacia un futuro más justo, plural y democrático.

Es posible afirmar, por tanto, que existe una fisura entre las opciones políticas de mujeres y hombres en Brasil. Sin embargo, esto no es una exclusividad nacional: la tendencia alcanza a países tan diversos como Corea del Sur, Alemania y Estados Unidos. Alice Evans, investigadora del King’s College de Londres, señala que estamos frente a un abismo de género, que se amplía aún más entre mujeres y hombres jóvenes. Estas divergencias basadas en el género exigen de nosotros una capacidad crítica y respuestas más complejas que el simple señalamiento a las mujeres y el llamado “identitarismo”. Al fin y al cabo, es posible que solo derrotemos a la extrema derecha si comprendemos por qué las mujeres no adhieren a sus ideas.

La situación de la economía mundial contribuye a ello. Sabemos que hombres y mujeres son socializados de maneras distintas y que, en una sociedad patriarcal, a los hombres se les asigna el papel de proveedores de sus familias. Ante un escenario de crisis, desempleo y subempleo, de trabajos cada vez menos capaces de garantizar dignidad, y de una creciente incapacidad de salir de casa de los padres, los liderazgos forjados desde el resentimiento de género ganan espacio. Se trata de líderes que atribuyen el fracaso masculino a los logros femeninos, incapaces de ver la emancipación de las mujeres como un beneficio para toda la sociedad. Las redes sociales, como vemos de cerca en Brasil, son el ambiente natural donde estos líderes ejercen su influencia. Nombres como Andrew Tate, desconocido para muchos e ídolo de Pablo Marçal, forman en ese entorno a una generación de hombres con ideación misógina. En una reciente investigación realizada por el Netlab/UFRJ, se analizaron 76,3 mil videos, que suman más de 4 mil millones de visualizaciones y 23 millones de comentarios, lo que evidencia no solo la dimensión de la audiencia de estos canales, sino también la rentabilidad de la llamada “machosfera”. En la política, se consagra lo que Marcia Tiburi denomina “machismo publicitario”: es decir, más allá de la monetización, los misóginos ganan votos al difundir contenidos que estimulan perspectivas cargadas de discriminación y violencia física o psicológica contra las mujeres.

La propia dinámica de las redes sociales contribuye a que hombres y mujeres tengan cada vez menos cosas en común y a que los hombres se radicalicen en la defensa de sus ideas. Las generaciones anteriores convivían entre sí, compartiendo experiencias formativas; las actuales, en cambio, se forman de manera cada vez más fragmentada. Con el avance de la microsegmentación de datos, los usuarios reciben contenidos que refuerzan sus creencias, conectados a sus deseos y convicciones. Esto significa que el machismo se refuerza a partir de lo que Eli Pariser define como filtros burbuja, es decir, un aislamiento intelectual producido por el filtrado algorítmico. Es importante señalar, sin embargo, que más allá de esa automatización promovida por los algoritmos en las redes sociales, estos son antes que nada una construcción humana. Como nos recuerdan Deivison Mendes Faustino y Walter Lippold en “Colonialismo digital”, los algoritmos están “atravesados por tradiciones, valores subjetiva e intersubjetivamente compartidos, pero sobre todo con finalidades históricamente determinadas”. En ese sentido, el racismo y la misoginia, como elementos inseparables del propio capitalismo, parecen ser elementos estructurantes del desarrollo de estas tecnologías.

Es en este mundo donde mujeres y hombres son cada vez más diferentes, donde las grandes empresas amplían sus beneficios con la fragmentación y la radicalización, donde las mujeres organizan manifestaciones contra la extrema derecha y los hombres son cada vez más influenciados por gurús misóginos y racistas, que los episodios de violencia contra las mujeres en el espacio público se han vuelto comunes. Por eso afirmo la necesidad de comprender el papel que ellas ocupan en la resistencia al avance de la extrema derecha en el mundo, para entender por qué son puestas en situaciones de violencia cuando ocupan el espacio político.

¿Qué puede ser más antagónico a las ideas misóginas que una mujer que sale del espacio privado/doméstico? ¿Quiénes son las portavoces de esta generación de mujeres cada vez más diferentes de los hombres? Las mujeres que ocupan el espacio público. Por eso vemos a mujeres periodistas atacadas por el presidente en el “corralito” del Palacio, abogadas perseguidas por denunciar acoso, profesoras filmadas mientras imparten clases. Y, por supuesto, a mujeres políticas, la expresión más audaz de salir de casa, pues acceden a los espacios de poder. La violencia política a la que son sometidas las mujeres políticas es aún más intensa cuando se cruza con el racismo. Estas mujeres, que siempre han estado en la base de la pirámide socioeconómica brasileña, al ocupar el Parlamento en todos sus niveles, representan la subversión total de aquello que históricamente se les ha reservado.

El proceso electoral de 2024 registró 13 veces más denuncias de violencia política de género y raza que el anterior. Más del 60% de las mujeres alcaldesas o vicealcaldesas afirman haber sido víctimas de violencia por el simple hecho de ser mujeres. Las situaciones reportadas son diversas: Liliane Rodrigues, candidata a vicealcaldesa de Porto Velho, fue violada en una reunión política; la diputada federal de Río de Janeiro Talíria Petrone fue impedida de participar en actividades de su campaña mientras ella y sus dos hijos eran amenazados de muerte. Áurea Carolina regresó al activismo en la sociedad civil después de ser sometida a la violencia cotidiana que sufren las mujeres en un entorno que no les pertenece. Las frases de apoyo reproducen, con afecto, la lógica que nos aniquila: eres fuerte, nadie aguanta lo que tú aguantas, no te rindas/te necesitamos. Un camino que reafirma su relevancia sin considerar las condiciones para su permanencia en el espacio público.

Amenazadas de muerte o de violación, muchas veces viendo a sus hijos también expuestos a la violencia, estas mujeres viven en una situación de aislamiento político. Difamadas por las máquinas de distribución de desinformación, atacadas por líderes políticos o influenciadores de la “machosfera”, consideradas “identitarias” por sectores progresistas, la soledad se convierte en compañera de estas mujeres. En una investigación realizada por el instituto que presido, ¿Y Si Fueras Tú?, monitoreamos las redes sociales de los principales liderazgos de los poderes Ejecutivo y Legislativo (350 en total) durante una de las olas de amenazas que afectaron a ocho parlamentarias. Solo el 14% de ellos manifestó solidaridad hacia ellas. Si partimos de la premisa de que la agenda de quienes hacen política pasa por las opiniones emitidas en las redes sociales, concluimos que este es un tema sin importancia, del que prefieren mantener distancia. En el mismo período de 2023, el padre Júlio Lancellotti fue amenazado de muerte. Tanto las redes sociales como el gobierno se movilizaron para reconocer, de manera correcta, por supuesto, la relevancia de su labor social. No hace falta mucho esfuerzo para comprender por qué él fue merecedor de protección y reconocimiento, mientras que las mujeres parlamentarias fueron abandonadas a su suerte.

Me gusta la idea de O’Neill de que los procesos de Big Data codifican el pasado o aquello que está pasando. Es un indicio de que solo nosotros, los seres humanos, podemos inventar el futuro. Y ese futuro, aún no codificado, está siendo inventado por mujeres, sobre todo por mujeres negras, que ponen la justicia social por encima del lucro y de la violencia. Frenar la violencia política de género y raza es abrir el camino para que ese nuevo mundo pueda nacer y la humanidad encuentre, así, la salida de la “gran noche”.